En memoria de Luisa Cechini,
Madre de Plaza de Mayo
Por María Ester Alonso
Morales
A mediados de 1985 llegamos desde Santiago del
Estero con mi madre y mi hermana melliza a la ciudad de La Plata. Anduvimos por
distintas casas, por lugares prestados hasta que recalamos en una pensión en la
calle 51 esquina 4. La pensión estaba arriba de una farmacia, un edificio
antiguo, se entraba por una puerta pesada sobre la calle 51. Al costado de la
farmacia, por una larga y empinada escalera, se llegaba al primer piso, a un
pasillo y a un patio central donde convergían las puertas de las habitaciones. Nosotras
tres compartíamos una pieza con techos altos— por donde cuando llovía caía más
agua adentro que afuera— y un balcón antiguo con macetas que daba a la calle
cuatro.
La pensión era solo para mujeres. De población variopinta,
la convivencia se sostenía con paciencia. Había señoritas que estudiaban de
día, otras que trabajaban de noche o en la noche. También dos mujeres mayores
que vivían solas, entre ellas estaba Luisa. Ella vivía en una pieza chica
amoblada con una cama, un armario para la ropa, una mesa y silla, una alacena y
su máquina de coser Singer. En la pared decoraban un calendario de la farmacia
y las fotos enmarcadas en blanco y negro de sus hijos Chilo y Neco Zaragoza. Las
fotos de sus hijos mirando tan serios me impactaron desde un primer momento,
tenían un brillo especial en la mirada, un fulgor, parecía que estaban vivos.
Aunque Luisa tenía fama de malas pulgas, yo que siempre fui rara —digamos un
perro verde— no tardé en hacer buenas migas con ella. Y no sé bien como fue,
pero de pronto al volver de la escuela secundaria, me pasaba las tardes en su
pieza. Ella me iba contando historias mientras cosía, la de sus hijos y sus
compañeros del Partido Comunista, la de su vida de antes en Concepción del
Uruguay, la historia del Che Guevara.
Luisa tenía muchos libros y me los iba
prestando. Tenía, por ejemplo, la colección del Centro Editor de América Latina
y la colección que iba sacando el Página/ 12. Leí por primera vez Las venas abiertas de su mano y también
mucha poesía: Lorca, Miguel Hernández, Machado, Roque Dalton. También, me
prestaba casetes de música y fui conociendo a Viglietti, a Zitarroza entre
otros. Eso sí, había una condición, cada vez que le devolvía un libro para
prestarme otro, Luisa me pedía que le comentara algo de mi lectura. Alma de
maestra tenía ella.
Una vez a la semana — cada miércoles— Luisa se
arreglaba, salía a la calle con su bastón y su cartera. Cuando la veía pasar
por el pasillo rumbo a la escalera, yo
le preguntaba: ¿A dónde va doña Luisa?
- a la Plaza m´hita. Entonces, yo
dejaba todo y la acompañaba hasta la Plaza San Martín. Al llegar allí Luisa
sacaba de la cartera su pañuelo y se lo ponía en la cabeza. Creo que en esos
momentos ella estaba más erguida, más vital, más grande todavía. En la plaza se
encontraba con las madres, se saludaban con un beso y comenzaban su
ronda. En la plaza también la esperaban ansiosos los jóvenes del partido, la abrazaban.
Marchábamos todos juntos y al final regresábamos a la pensión. Recuerdo
especialmente a uno que le decíamos Yoma,
que siempre pasaba por la pensión a ver a Luisa, le ayudaba con los mandados,
le llevaba las bolsas y se las subía hasta la pieza.
Es interesante como una va construyéndose una
familia postiza en la vida. Luisa me arreglaba la ropa que me regalaban para
que quedara más “moderna”, me daba
consejos sobre lo que “usan las chicas”
y también sobre los chicos, me decía “cuidado
m´hijita, que no te confundan con cualquier chirucita, que te tomen en serio y
te respeten”, esa era Luisa textual. Me insistía hasta el hartazgo con que
tenía que ir la Universidad, tenía que estudiar para ser alguien en la vida,
como sus hijos que habían sido excelentes estudiantes.
Así se pasaba el tiempo en la pensión, siestas
largas, días tranquilos. Me mudé en el año 1994 y Luisa quedó allí. Antes de
irme me regaló la colección de libros, esos que me había dado a cuentas gotas
“para la biblioteca de tu nueva casa”, me dijo. No me daba cuenta en ese
momento pero era una especie de despedida.
Supe años después que cuando ya no le daban más
las rodillas para subir la escalera y no tenía más ojos para la costura, Luisa
dejó la pensión y regresó definitivamente a su querido Entre Ríos. Ella me
mandó desde allí una postal que todavía conservo con la foto del río. Poco
tiempo después en 2002 me enteré que había fallecido el 9 de junio, en el mismo
día del aniversario del secuestro de su hijo Néstor. Las vueltas de la vida.
Luisa vino por un tiempo en 1975 a la ciudad y se quedó toda una vida buscando
justicia. Lamentablemente no pudo ver que años después, muy cerca de la pensión
donde vivíamos, a una cuadra exactamente en el edificio de la Ex –AMIA, se
juzgaría a los responsables de genocidio en La Plata y sus alrededores.
En mí último viaje al país pasé por la pensión
y vi el cartel que está en venta este edificio. Seguramente
lo van a demoler y construir una espantosa torre de departamentos en la
esquina. Ojalá que no, porque se perdería además de un fragmento de mi vida una
parte de la historia de Luisa, sus hijos y nuestra Argentina.