Donnerstag, 9. Juli 2015

Luisa


 
En memoria de Luisa Cechini, Madre de Plaza de Mayo


Por María Ester Alonso Morales

A mediados de 1985 llegamos desde Santiago del Estero con mi madre y mi hermana melliza a la ciudad de La Plata. Anduvimos por distintas casas, por lugares prestados hasta que recalamos en una pensión en la calle 51 esquina 4. La pensión estaba arriba de una farmacia, un edificio antiguo, se entraba por una puerta pesada sobre la calle 51. Al costado de la farmacia, por una larga y empinada escalera, se llegaba al primer piso, a un pasillo y a un patio central donde convergían las puertas de las habitaciones. Nosotras tres compartíamos una pieza con techos altos— por donde cuando llovía caía más agua adentro que afuera— y un balcón antiguo con macetas que daba a la calle cuatro.

La pensión era solo para mujeres. De población variopinta, la convivencia se sostenía con paciencia. Había señoritas que estudiaban de día, otras que trabajaban de noche o en la noche. También dos mujeres mayores que vivían solas, entre ellas estaba Luisa. Ella vivía en una pieza chica amoblada con una cama, un armario para la ropa, una mesa y silla, una alacena y su máquina de coser Singer. En la pared decoraban un calendario de la farmacia y las fotos enmarcadas en blanco y negro de sus hijos Chilo y Neco Zaragoza. Las fotos de sus hijos mirando tan serios me impactaron desde un primer momento, tenían un brillo especial en la mirada, un fulgor, parecía que estaban vivos. Aunque Luisa tenía fama de malas pulgas, yo que siempre fui rara —digamos un perro verde— no tardé en hacer buenas migas con ella. Y no sé bien como fue, pero de pronto al volver de la escuela secundaria, me pasaba las tardes en su pieza. Ella me iba contando historias mientras cosía, la de sus hijos y sus compañeros del Partido Comunista, la de su vida de antes en Concepción del Uruguay, la historia del Che Guevara.

Luisa tenía muchos libros y me los iba prestando. Tenía, por ejemplo, la colección del Centro Editor de América Latina y la colección que iba sacando el Página/ 12. Leí por primera vez Las venas abiertas de su mano y también mucha poesía: Lorca, Miguel Hernández, Machado, Roque Dalton. También, me prestaba casetes de música y fui conociendo a Viglietti, a Zitarroza entre otros. Eso sí, había una condición, cada vez que le devolvía un libro para prestarme otro, Luisa me pedía que le comentara algo de mi lectura. Alma de maestra tenía ella.

Una vez a la semana — cada miércoles— Luisa se arreglaba, salía a la calle con su bastón y su cartera. Cuando la veía pasar por el pasillo rumbo a la escalera,  yo le preguntaba: ¿A dónde va doña Luisa? -  a la Plaza m´hita. Entonces, yo dejaba todo y la acompañaba hasta la Plaza San Martín. Al llegar allí Luisa sacaba de la cartera su pañuelo y se lo ponía en la cabeza. Creo que en esos momentos ella estaba más erguida, más vital, más grande todavía. En la plaza se encontraba con las madres, se saludaban con un beso y comenzaban su ronda. En la plaza también la esperaban ansiosos los jóvenes del partido, la abrazaban. Marchábamos todos juntos y al final regresábamos a la pensión. Recuerdo especialmente a uno que le decíamos Yoma, que siempre pasaba por la pensión a ver a Luisa, le ayudaba con los mandados, le llevaba las bolsas y se las subía hasta la pieza.

Es interesante como una va construyéndose una familia postiza en la vida. Luisa me arreglaba la ropa que me regalaban para que quedara más “moderna”, me daba consejos sobre lo que “usan las chicas” y también sobre los chicos, me decía “cuidado m´hijita, que no te confundan con cualquier chirucita, que te tomen en serio y te respeten”, esa era Luisa textual. Me insistía hasta el hartazgo con que tenía que ir la Universidad, tenía que estudiar para ser alguien en la vida, como sus hijos que habían sido excelentes estudiantes.

Así se pasaba el tiempo en la pensión, siestas largas, días tranquilos. Me mudé en el año 1994 y Luisa quedó allí. Antes de irme me regaló la colección de libros, esos que me había dado a cuentas gotas “para la biblioteca de tu nueva casa”, me dijo. No me daba cuenta en ese momento pero era una especie de despedida.

Supe años después que cuando ya no le daban más las rodillas para subir la escalera y no tenía más ojos para la costura, Luisa dejó la pensión y regresó definitivamente a su querido Entre Ríos. Ella me mandó desde allí una postal que todavía conservo con la foto del río. Poco tiempo después en 2002 me enteré que había fallecido el 9 de junio, en el mismo día del aniversario del secuestro de su hijo Néstor. Las vueltas de la vida. Luisa vino por un tiempo en 1975 a la ciudad y se quedó toda una vida buscando justicia. Lamentablemente no pudo ver que años después, muy cerca de la pensión donde vivíamos, a una cuadra exactamente en el edificio de la Ex –AMIA, se juzgaría a los responsables de genocidio en La Plata y sus alrededores.

En mí último viaje al país pasé por la pensión y vi el cartel que está en venta este edificio. Seguramente lo van a demoler y construir una espantosa torre de departamentos en la esquina. Ojalá que no, porque se perdería además de un fragmento de mi vida una parte de la historia de Luisa, sus hijos y nuestra Argentina.



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