Sonntag, 22. Mai 2016

Los gallegos nacemos en cualquier parte del mundo



Artículo publicado en la Revista O Pregón 2016
de Ponteareas, Galicia.
Por María Ester Alonso Morales

   Recuerdo que desde pequeña me llamaban “gallega”en Santiago del Estero. Cuando le preguntaba a mi madre por qué, ella me respondía que porque era la más parecida de las dos hermanas a mi padre. De él sólo sabía que se llamaba Jacinto, más conocido como el “gallego”, español de nacionalidad, que había venido de niño a Argentina junto con sus padres.
   A mi padre no lo conocí. Había muerto de joven, justo antes de mi nacimiento. Cuando preguntaba a mi mamá por las causas de su fallecimiento me decía que había perdido su vida en un accidente de tránsito. Sobre mis abuelos, decía mi madre, que se habían vuelto a país de origen, para una niña de ocho años de edad en medio del campo, España quedaba muy lejos.
   Pasó el tiempo. Se enfermó y murió mi hermana melliza y mientras hacia ese duelo me dispuse a ir tras los pasos de Jacinto. Algo tendría que haber quedado: los muertos también dejan rastros. En ese momento tenía diecinueve años de edad, vivía en la ciudad de La Plata y estaba recién ingresada en la Facultad de Derecho. Me convertí en detective. Con la ayuda de las Abuelas de Plaza de Mayo y referentes del movimiento de Derechos Humanos en Argentina pude finalmente en el año 1995 encontrar a mi abuela Celia Saborido Bernádez y mis tíos, María Celia y Juan Ramón Alonso Saborido, en el barrio de Liniers de la ciudad de Buenos Aires. Tan cerca, tan lejos.
   Cuando fuimos con mi mamá a su casa por primera vez, mi abuela me abrazó fuerte, me dio unos besos sentidos en ambas mejillas y unas palmaditas, como diciendo llegaste nena, como dándole la bienvenida a su hijo después de veinte años. Mi tío en ese encuentro me dijo que había visto a mi padre en mis ojos. Luego del almuerzo, cuando me mostraron fotos de Jacinto supe que no necesitaba ADN para saber que era su hija. Pero de todas maneras les aclaré que el motivo de mi visita era recuperar su nombre, el que Jacinto no me pudo dar.
   A partir de ahí comencé a visitar a mi abuela yendo desde La Plata a Liniers regularmente. Yo le llevaba siempre una plantita con flores para su patio y compraba, cerca de la estación de trenes, una torta de ricota y unos sandwichitos de miga porque sabía que le gustaban. Era difícil recuperar el vínculo de adulta con mi abuela, ella no quería hablar de lo que había pasado con mi padre, me decía: tu padre era un buen chico, es mentira lo que publicaron los diarios. Yo asentía en silencio. Mi tío tampoco quería recordar el pasado. Así es que en las visitas a mi abuela hablábamos de generalidades y al final se la pasaba hablando de su querida tierra, de Galizia, y se le iluminaban los ojos. Celia hablaba con su acento intacto, a veces mezclaba palabras en gallego o me cantaba canciones. Me regaló de Jacinto dos libros, unas fotos y su guitarra negra. Esos son mis tesoros.
   En el año 2000 fui invitada a Vigo por la Confederación Intersindical Gallega (CIG) a unas jornadas sobre Memoria, Verdad y Justicia para el 24 de marzo. Crucé el Atlántico para conocer a la familia gallega, ¡eran un montón! Los fui encontrando por partes, en distintos lugares, los Alonso de Vigo, los de Ponteareas, los Saborido de Puzo y los que migraron a Madrid. Pensé: tengo más familia de esta orilla que en el Río de la Plata.
   En mi viaje a todos les fui contando la historia de Jacinto, de su compromiso político y la mía. Me recibieron con tanto cariño que me alimentaron el alma. Supe que pertenecía a ellos. Estando allí entendí mucho de mi nostalgia vieja, una nostalgia heredada, y me identifiqué inevitablemente con el espíritu gallego, con la estirpe de navegantes, aventureros, descubridores, delirantes y poetas. No hay caso, los gallegos nacemos en cualquier parte del mundo.
   Hace nueve años que vivo en Hamburgo, Alemania, tengo dos hijos. Comprendo aún más el sacrificio de mi abuela como mujer, madre y emigrante. La última vez que la visité fue en 2010, yo estaba embarazada de mi segundo hijo y había vuelto al país junto con mi hija mayor. Mi tío me avisó por teléfono que Celia estaba internada en el Hospital. Me dijo que estaba, según palabras textuales, en las últimas. Me advirtió que tal vez no me reconocería. Hice una vez más el recorrido entre La Plata y Liniers, como otras veces, pero con un nudo en la garganta. Cuando llegué al Hospital, ella estaba en la cama, muy desmejorada. Abrió los ojos y mi tío le preguntó: —mamá tenés visita, ¿sabés quién es ella? “—Sí, por supuesto” fue su respuesta y dijo mi nombre. ¡Qué alivio sentí! Le entregué un camisón y unas cosas de tocador que le había llevado y le mostré fotos de mi hija. Al final me preguntó si yo vivía en su casa de Puzo. —No abuela, le respondí. Al despedirme por última vez me quedé pensando y entendí su pregunta, era el deseo de retorno lo que nunca abandonó en su vida.

Este relato fue traducido al gallego por Montserrat Álvarez Rodríguez.

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