Mittwoch, 23. April 2014

Los que nunca se van

 
El cartel de la ruta a la entrada del pueblo


En mi última visita a mí país, escuché recién llegada sin poder evitarlo, en el baño del aeropuerto de Ezeiza, la conversación telefónica de una empleada que avisaba a su casa que su turno había terminado y regresaba para el almuerzo. Pensé, que suerte que tiene ella, pasar por el aeropuerto sin tener que despedirse, pisar Ezeiza cada día y poder regresar a casa.


La histórica iglesia
En ese momento me puse a pensar en los que se quedan, los que nunca se van, si en realidad son más felices que los que migramos, si es así que andan por la vida con cierta liviandad, sin suponer siquiera el dolor que significa el desarraigo.

Entonces, recordé a mi tío Quini quien nació y murió en Choya, Santiago del Estero, un pueblito detenido en el tiempo.

Choya tiene un cartel en la ruta, callecitas polvorientas, una estación de trenes abandonada y en ruinas, casitas bajas y humildes, una única plaza con su iglesia en frente. Esta iglesia histórica, que parece sacada de la novela “La casa de los espíritus” de Isabel Allende, tiene su cementerio al lado.

Mi tío Quini, fue toda su vida camionero de oficio, me enteré de grande que él no sabía en realidad leer ni escribir, que sólo dibujaba nombre. Era su esposa, Simona su lectora, quien le acompañaba en cada viaje leyéndole los carteles en la ruta, los mapas y cebándole mate mientras él conducía. Ella fue siempre su fiel compañera de ruta, de viaje, de toda su vida.

Para mí de chiquita, mi tío Quini era como un héroe, recuerdo cuando lo veía venir en su camión azul, que alegría que me daba, él tocaba la bocina y yo salía corriendo a su encuentro, descendía siempre con una sonrisa, luego me ayudaba a subir y dábamos unas vueltas por el pueblo.

La última vez que lo vi a mi tío Quini fue en el año 2008,  cuando viaje para presentarle a mi hija de dos años, que curioso él me preguntó: “m’ hijita porqué anda usted siempre apurada?” Ay,  yo no supe que contestarle.

El mes pasado visité a Choya y a mi tía Simona, que cuando ella me vio se puso a llorar y agarrándose la cara con las manos dijo: "no puede ser, la gallega", pobrecita Simona no sabía de mi visita, era una sorpresa. Nos quedamos tomando mate dulce en el patio, recordando, mirando fotos viejas, hasta que se hizo de noche, bajo un cielo increíblemente estrellado, la luna llena alumbraba y hacía sombra en el campo. Se respiraba un aire tan liviano que a mí me dieron ganas de quedarme a descansar un tiempo, sin prisas ni apuro en este pueblo. Por un momento sentí envidia de los que se quedan y nunca se van, de los que nacen y mueren en un solo lugar, de los que no conocen el desarraigo ni viven añorando.

   

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