El cartel de la ruta a la entrada del pueblo |
En mi última visita a mí país, escuché recién llegada sin poder evitarlo, en el baño del aeropuerto de Ezeiza, la conversación telefónica de una empleada que avisaba a su casa que su turno había terminado y regresaba para el almuerzo. Pensé, que suerte que tiene ella, pasar por el aeropuerto sin tener que despedirse, pisar Ezeiza cada día y poder regresar a casa.
En ese momento me puse a
pensar en los que se quedan, los que nunca se van, si en realidad son más
felices que los que migramos, si es así que andan por la vida con cierta
liviandad, sin suponer siquiera el dolor que significa el desarraigo.
La histórica iglesia |
Entonces, recordé a mi
tío Quini quien nació y murió en Choya, Santiago del Estero, un pueblito
detenido en el tiempo.
Choya tiene un cartel en la ruta, callecitas polvorientas,
una estación de trenes abandonada y en ruinas, casitas bajas y humildes, una
única plaza con su iglesia en frente. Esta iglesia histórica, que parece sacada
de la novela “La casa de los espíritus” de Isabel Allende, tiene su cementerio
al lado.
Mi tío Quini, fue toda
su vida camionero de oficio, me enteré de grande que él no sabía en realidad
leer ni escribir, que sólo dibujaba nombre. Era su esposa, Simona su lectora, quien
le acompañaba en cada viaje leyéndole los carteles en la ruta, los mapas y
cebándole mate mientras él conducía. Ella fue siempre su fiel compañera de ruta,
de viaje, de toda su vida.
Para mí de chiquita, mi
tío Quini era como un héroe, recuerdo cuando lo veía venir en su camión azul,
que alegría que me daba, él tocaba la bocina y yo salía corriendo a su
encuentro, descendía siempre con una sonrisa, luego me ayudaba a subir y dábamos
unas vueltas por el pueblo.
La última vez que lo vi
a mi tío Quini fue en el año 2008, cuando viaje para presentarle a mi hija de dos
años, que curioso él me preguntó: “m’ hijita porqué anda usted siempre apurada?”
Ay, yo no supe que contestarle.
El mes
pasado visité a Choya y a mi tía Simona, que cuando ella me vio se puso a
llorar y agarrándose la cara con las manos dijo: "no puede ser, la
gallega", pobrecita Simona no sabía
de mi visita, era una sorpresa. Nos quedamos tomando mate dulce en el patio,
recordando, mirando fotos viejas, hasta que se hizo de noche, bajo un cielo
increíblemente estrellado, la luna llena alumbraba y hacía sombra en el campo.
Se respiraba un aire tan liviano que a mí me dieron ganas de quedarme a
descansar un tiempo, sin prisas ni apuro en este pueblo. Por un momento sentí
envidia de los que se quedan y nunca se van, de los que nacen y mueren en un
solo lugar, de los que no conocen el desarraigo ni viven añorando.
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